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Jetta Carleton, Cuatro hermanas

Escuela pública de Holden, la ciudad natal de Jetta Carleton., en 1908.
Muy parecida debemos imaginar la dirigida por Mathew Soames.
The moonflower vine (1962) es la primera novela de Jetta Carleton (Holden, Misuri, 1913 - Santa Fe, Nuevo México, 1999) y hasta hace muy poco la única conocida - en 2012 se ha publicado la recién descubierta Clair de lune -. Fue un éxito inmediato y en los años siguientes traducida y publicada en diversos países europeos. En España fue traducida por María Teresa Gispert y publicada en 1965 por la editorial Luis de Caralt y por Círculo de Lectores con el título Flor de luna. Libros del Asteroide ha rescatado la traducción de Gispert en 2009 - coincidiendo con la reedición norteamericana - con un nuevo título; Cuatro hermanas.
Cuatro hermanas es una sólida novela que, con escasas referencias temporales, nos relata la vida de una familia de Misuri durante la primera mitad del siglo XX. Una novela sólida, de gran autenticidad, que resulta conmovedora cuando la tragedia marca bruscamente la vida de los Soames para siempre. Como pasa con otras buenas novelas - Adiós, hasta mañana de William Maxwell o Una temporada para silbar de Ivan Doig, por no salir de Asteroide -, con el paso del tiempo, el lector siente cada vez más aprecio hacia Cuatro hermanas y un recuerdo más entrañable de sus personajes.
La familia Soames está formada por cuatro hijas, cuatro hermanas, de muy diferente carácter y personalidad, lo que les lleva a seguir distintos caminos en la vida.
Una madre abnegada. que apenas sabe leer:
Mi madre vivía pues, bastante retraída. Atendía a la casa, cuidaba de sus hijas y, durante cuarenta años, esperó a su marido. Día tras día, se levantaba, preparaba el desayuno y lo veía salir hacia la escuela. Noche tras noche, se sentaba a su lado y lo contemplaba mientras trabajaba. El viento aullaba en la chimenea, la tetera silbaba, la mecedora crujía y él nunca decía una palabra Estaba muy ocupado; no se le podía interrumpir. Mi madre escuchaba el tictac del reloj y, por último, se iba a la cama. Estuvo sola durante cuarenta años. Pero lo amaba, y supo esperar".
Un padre, director de la escuela de una pequeña ciudad rural de Misuri, bueno pero distante, en ocasiones autoritario, al que su estricta religiosidad metodista le lleva a estar obsesionado con el pecado, la culpa, el castigo divino y la lectura de la Biblia.
Cuando eran pequeñas, Mathew Soames era Dios y el clima para sus hijas. Era omnipotente y estaba en todas partes en casa, en la escuela, en la iglesia. No había lugar donde fueran en que el espiritu dominante no fuese el de su padre. Y, como la lluvia o el sol, el humor de su padre condicionaba todo lo que hacían.
Cuando estaba con más gente se mostraba tan agradable como podía: se reía, contaba chistes y conversaba maravillosamente. Las señoras les decían a menudo: "¡Vuestro padre es un hombre estupendo!".
Pero las niñas no podían dejar de advertir que el buen humor que exhibía en público se ensombrecía en casa. Allí solía mostrarse preocupado, parco en palabras; cuando les mandaba algo o las reñía, se mostraba indiferente con ellas. (...)
Sus excesivas ocupaciones tenían prioridad sobre cualquier otra cosa y a menudo desbarataba otros planes, como la vez que las niñas le prepararon una sorpresa para el día de su cumpleaños. Eso fue después de que se hubieran trasladado a la ciudad y hubieran aprendido cómo se organizaban las fiestas de cumpleaños. Hicieron un pastel y mamá les dejó comprar velas e incluso adornar el comedor. Se pasaron horas pintando en secreto tiras de papel con sus lápices de colores y pegándolas para que formaran anillas entrelazadas. Aquella tarde, al salir de la escuela, corrieron a casa y las colgaron por la habitación. Sacaron el mejor mantel, pusieron la mesa y colocaron el pastel en el centro. Todo quedó muy bonito. Casi no podían esperar a que papá llegara. Hacia las cinco sonó el teléfono; los otros profesores le habían preparado una sorpresa en la escuela: una cena fría en la sala de estudio, con un gran pastel. No iría a casa a cenar".
Y Ed, Edward Inwood, un díscolo alumno de Mathew Soames que acabará teniendo un papel importante en la historia de esta familia.
La narración se articula en seis partes. La primera narrada en primera persona por Mari Jo, la menor de las hijas. Las otras cinco, llevando por título el nombre de los otros miembros de la familia, con un narrador omnisciente, saltan a distintos momentos - casi todos veraniegos - importantes en la historia de la familia para volver en el último, cerrando el círculo, al momento narrado por Mari Jo, cuando las hijas, como cada verano, visitan a los padres ya mayores de setenta años, en un momento impreciso de los años cincuenta del siglo XX.

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